22/Diciembre/2012
Madrugamos para tomar el primer tren
de regreso a Ollantaytambo, nuestro plan era recorrer ese día algunas de las
ruinas ubicadas en el llamado “valle sagrado de los incas”. Durante el viaje en
el tren le ofrecen a uno un pequeño refrigerio consistente en un café o mate,
una bolsita con tajaditas o maní y algún dulce (eso lo hacen para justificar
los 84 dólares), hasta ahí normal, en el viaje de ida nos atendió una azafata
muy diligente nos preguntó si preferíamos mate o café y a los dos minutos había
servido a todo el vagón lo que le habían pedido. Lo que no ocurrió con el
auxiliar de este día, quien después de preguntar y escribir lo que cada uno
quería volvió a los cinco minutos con un café y volvió a preguntar qué quería
el resto, tras esto, llegó a los cinco minutos con algo que nadie le había
pedido y entonces vuelve a preguntar, hasta ahí estaba hasta divertida la
cuestión pero volvió otra vez con algo totalmente distinto, hasta que finalmente
después de preguntar como seis veces trajo lo que se le dió la gana y
terminamos tomando mate de manzanilla en lugar del mate de coca que queríamos;
pero en fin, después de ver la incompetencia del señor ¿Que más se podía hacer?
aceptar lo que nos había dado y ya –capaz y llegábamos a Ollantaytambo y continuaba
trayéndonos manzanilla en lugar del mate de coca-.
Al llegar a Ollantaytambo nos
empacamos como pudimos los cuatro en un moto taxi y rumbo a la “fortaleza” que
queda ahí mismo en el pueblo.
Al llegar a la entrada nos tocó comprar un boleto
de las dos opciones que ofrecen. Una que incluye cuatro sitios que uno escoja y
cuesta 70 soles u otra que incluye dieciséis sitios y cuesta 130 soles lo malo
es que no todos los sitios valen la pena, pero si hay más de cuatro que paga
visitar así que compramos la boleta de dieciséis lugares y a tarifa plena pues
acá no le hacen a uno descuento por ser de la comunidad andina y el carnet
internacional de estudiante solo es válido para menores de veinticinco años.
La mal llamada fortaleza es una
impresionante construcción que incluye terrazas de cultivo, templos, depósitos de suministros y el parte del
antiguo diseño de casas, calles y canales de agua, que hace parte del poblado
actual, es muy interesante ya que allí se pueden apreciar varios tipos de
trabajo de la piedra y además algo del estilo de construcción de Tiahuanaco que
-de acuerdo con nuestra guía Berta- era superior al de los incas y cuando estos
los conquistaron adoptaron sus formas de trabajar la piedra y las pusieron en
práctica en el templo del sol de este lugar. Además como no se trata de una obra
acabada -presuntamente por la llegada de los españoles-, en este sitio quedaron
muchas evidencias de cómo los antiguos constructores realizaban el trabajo.
El recorrido duró aproximadamente
una hora en compañía de la guía que pagamos -en esta no pudimos hacer lo mismo
que en Machu Picchu pues no había nadie todavía- y luego otra media hora que
hicimos nosotros solos. Aquí Ana empezó a ver las consecuencias de la subida a
la montaña del día anterior, pues casi no podía subir y mucho menos bajar las
escaleras de la ciudadela, que eran bastantes.
Luego de esto nos fuimos a
recoger las motos y rumbo a Cuzco con escala en Moray, otro vestigio de la
civilización Inca que de acuerdo con los estudios realizados era un centro de
investigación agrícola muy avanzado para la época, que servía para la
adaptación y mejora de semillas en diferentes pisos térmicos, aunque cuando uno
lo ve por primera vez parece más bien un sitio de reunión para ocasiones
especiales, pues por su forma circular y escalones pareciera más un estadio -jaja-.
La moto continuaba con el ruidito
raro y yo no sabía qué hacer por lo que
opté por lubricarle la cadena y subirle la suspensión trasera y adivinen que…
¡¡¡funcionó!!! Mientras yo andaba en estos arreglos Lucho se consiguió dos
admiradoras muy encantadoras quienes le arrancaron una sonrisa y le robaron el corazón lo cual obviamente
quedó registrado en una fotografía -jeje-.
Ya en Cuzco encontramos un hostal
bastante cerca de la plaza de armas a muy buen precio se llama La Posada del Viajero
y está bastante bien -no es de los mejores que nos han tocado pero aguanta- y
ya instalados a buscar comidita y lavandería pues ya estábamos reciclando ropa
de acuerdo a una prueba de olorímetro -la que mejor oliera se podía usar una
vez más, jaja-. Con la pancita llena y con la promesa de ropa limpia al
siguiente día, solo restaba un pisco sour y a dormir.